ÚLTIMAS PALABRAS DEL “HUÁSCAR”
OSCAR Y EL SCANIA
Juana Cusma Cabanillas
Me dicen el vencido, el trofeo de guerra. Más de un siglo estoy aquí preso. He visto pasar compatriotas y nadie dice nada por mí. Mi vida trascurre inútilmente y sólo son olvidos desde que a mi inseparable Miguel lo arrancaron del timón. Qué tiempos aquellos. Nada nos arredraba, combatíamos sin ningún temor a los invasores chilenos, fueron días de gloria. Él era un caballero de esos que ya no veo. Qué pena mi país, dónde dicen que hay tantos héroes, haya hoy tantos traidores, como aquél Ignacio Prado que se fue a comprar armas para nuestra defensa, pero jamás regresó a devolvernos un céntimo. Y lo peor, premiaron a su hijo, eligiéndole después Presidente. Pensé que en 1979 vendrían a llevarme a casa, pero me equivoqué. Ahora los noticiarios repiten lo que los chilenos han decidido hacer conmigo: abrir mis válvulas para que de una vez duerma eternamente en el vientre del mar chileno.
OSCAR Y EL SCANIA
Carlos Rubio Rivera
Habíamos llegado a la misma hora, Oscar Sánchez y yo, como por acuerdo, desde lugares distintos, a la casa de Fernando, en Chiclayo. Antes del desayuno teníamos que estar ya bañados. Miro a Oscar, que, amarrado una toalla en la cintura, obturaba casi por completo la puerta del zaguán; tanto en altura como en ancho.
Le recordamos el antiguo apelativo: “Volvo Scania”, esos gigantescos buses que en los ochenta llegaron a Chota y desplazaron a los eternos y estoicos Ford de la empresa Sánchez, que se habían ganado la fama, entre los niños, que esos ómnibus conocen el camino, de tanto repetirlo y, hasta saben que los pasajeros, de ida almuerzan en Huambos.
Pero llegaron los Volvo Scania: enormes baúles de lujo, con ventanas como para hotel de turistas. No tenían la trompa aovada de los Ford, en la que muchos niños (incluido el que escribe), se habían quemado al tocarlo inadvertidamente, cuando llegaban después de más de cien kilómetros de resistencia y motor prendido. No sólo en esto eran humillados los buses de nuestra infancia… también los enormes Scania ya no tenían la reja de carga en sus lomos, porque antes los ómnibus llevaban las maletas en sus espaldas, y, encima, una gruesa carpa, lo que les daba un aspecto de mula de acero y ventanitas, o de acémila con ruedas… No. Ahora toda la carga iba engullida en la panza sin fondo del nuevo Scania, debajo de los pasajeros y no sobre sus cabe zas, como antes: además, éstos eran más bajos, lo que les daba un aspecto de confiados, seguros y no con esa peligrosa altura de los Ford, donde los muelles eran más visibles que una sortija de recién casada y la parte posterior más alzada, lo que le daba cierto aire a zancudo forastero, a cierta precaución de alguien que está arremangado antes de pasar por el fango.
En el nuevo encuentro, después de casi veinte años, Oscar fue notando que seguíamos siendo los mismos… aunque parecíamos más serios… El volvió a pedir “prestado” su baño a Fernando y le vimos quieto, con su tórax, como pareja ideal de la estatua de la Libertad y con el kilómetro cuadrado de toalla alrededor de su cintura:
- No. Tú no debes usar este baño -le dije con cierta sonrisa maliciosa- Si deseas ducharte tienes que ir a la vuelta de esta calle…
Notamos que se resintió un poco y preguntó, airado:
-¿Y por qué?
- Porque allí hay un taller con un letrero que dice: “Lavado y engrase”.
Y él barbotó con fingida indignación:
- Ya, de nuevo, empiezan a joder, carajo…
Y su rostro demostraba lo contrario: una alegría inmensa de volvernos a encontrar, mejor dicho, de volver a ser amigos cuando nos encontramos.
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